Por: Deyana Acosta Madiedo

Es común, durante el mes de julio, estar detenida en una bocacalle esperando que baje un arroyo. Si la lluvia nos topa en pleno espacio público, ojalá nadie nos esté esperando, porque la paciencia debe ser nuestro mejor aliado para evitar cualquier desastre. A veces, faltando a la inteligencia vial, creemos que por experiencia conocemos el nivel de la escorrentía y podremos esquivarla cruzando el arroyo a una velocidad y con un zigzag debidamente probado. Pero los cálculos pueden fallar, y Dios nos guarde si esto sucede.

Este problema de movilidad de la ciudad no solo aqueja al conductor... el peatón lo sufre también ¡Y de qué manera! El otro día me agarró la lluvia en la calle 84, el agua no había crecido, así que no detuve el carro sino que imprudentemente seguí mi camino, haciendo el quite a la conciencia de que más adelante podría estar el peligro. Un grito me hizo reaccionar y no fue precisamente el grito de un conductor sino de un peatón que cruzando la calle 84 con mi misma osadía irreflexiva de solo ver los tres metros circundantes, cayó en la corriente, y a la vista de todos calle arriba se acercaba peligrosamente a un agua arremolinada de la cual, todos los aterrados espectadores, sabíamos que no volvería a salir. En ese momento detuve el carro como si hubiera por fin captado la señal preventiva. Todos éramos testigos impotentes de lo que ocurría. La señora que había caído al arroyo ya se veía claudicando sin fuerzas y su cabeza asomaba pidiendo auxilio entre la corriente que ella misma desconoció cuando intentó pasar infructuosamente. Nadie sabía qué hacer porque se trataba de medir la fuerza de un arroyo que equivocadamente todos habíamos subestimado. Yo, por mi parte, no entendía cómo podía estar ad-portas de ver cómo se perdía una vida, un día común en el afán de diligencias diarias.

Afortunadamente, un bus de esos aparatosos y ruidosos que a veces no queremos tropezarnos en el camino, avanzó como un guerrero seguro de que saldría victorioso al medir su fuerza con la del arroyo.

Avanzó con paso firme, todos detuvimos la respiración y de la puerta delantera del bus salió un héroe improvisado y con una mano en el torniquete alargó la otra hacia la mujer arrastrada por la corriente.

De un jalón, ella fue rescatada de ese remolino marrón y sucio. Salvada de morir en un arroyo sin nombre y que desaparece sin dejar rastro. Salvaguardada de una tragedia de la que ni siquiera queda el cuerpo porque termina entre caños nauseabundos y un río indomable.

La ciudad tiene que comenzar a pensar seriamente en el problema de los arroyos. Si bien el conductor y el peatón tienen que ser más cuidadosos, también es cierto que la fuerza de estas serpientes acuíferas cada vez es mayor. Una ciudad de oportunidades en pleno siglo XXI no puede dejar sin control este fenómeno que aunque generado por una fuerza natural se puede minimizar tomando medidas que dicta la misma naturaleza.

Por otro lado, un reconocimiento a ese héroe improvisado que se fue en el mismo bus con la sobreviviente. Ese héroe que nunca dio su nombre pero que todos aplaudimos cuando la señora por fin asomó su cuerpo entre la corriente. Ese héroe que nos mostró que aquí en Macondo, lleno de arroyos surrealistas, la solidaridad todavía existe, mientras que en otras ciudades modernas no se encuentra, por más que se busque. Ese héroe que seguramente fue bien premiado en ese bus que se alejó atestado de gente.