Por: Diego Marín Contreras

Cada año, cuando llega el invierno, el arroyo arrasa con doscientas o más viviendas, y se declaran damnificados a quienes ya lo eran antes de que cayera el aguacero, o sino, ¿cómo se puede llamar al que corre inmerso en las aguas turbulentas detrás del colchón y los chécheres, cuando no del hijo más pequeño que se está ahogando? Cada año, cuando llega el invierno, hay niños que mueren bajo las aguas de la indiferencia. Cada año, cuando llega el invierno, los gobernantes de turno –no importan sus nombres, ¿quién ha dicho que la historia de una ciudad tiene algo que ver con los nombres de sus alcaldes?–, decretan una falacia lógica, un sofisma de distracción llamado ‘Emergencia Invernal’

Y cada año, cuando llega el invierno, este columnista cuenta la misma historia. En 1905, el ingeniero Antonio Luis Armenta le presentó al Concejo de la ciudad un proyecto para canalizar los arroyos que ya la azotaban sin misericordia.

La idea de Armenta no sólo era viable, como suele decirse, sino también económica y previsora del futuro de la urbe. No obstante, los concejales de aquel entonces le devolvieron al ingeniero su proyecto con el sesudo argumento, por llamarlo de alguna manera, de que ese asunto “no era prioritario”. Barrabasada histórica que, aunque parezca increíble, sigue repitiéndose una y otra vez, como en esos túneles de espejos que se ven en los parques de diversiones, los cuales poseen la virtud de distorsionar las imágenes.

En este mundo bizarro, aún hoy parece más importante adelantar un innecesario Transmetro, que halaga los egos e intereses de una minoría, en vez de canalizar los arroyos que afectan a la mayoría. Para refutar esta verdad de a puño nuestros gobernantes tienen que romper hasta las leyes más elementales de la lógica y la gramática, lo cual, por supuesto, los tiene totalmente sin cuidado. Claro, ellos no tienen que correr tras el colchón o los hijos en medio de las aguas turbulentas. Pero es la razón, base de la justicia, como decía Neruda, la que señala la agenda oculta de la ciudad, diametralmente opuesta a la agenda egótica de cualquier alcalde.

Llevamos ciento cinco años, más de un siglo, en el mismo arroyo, pero todavía nuestros gobernantes hablan de “emergencia invernal”. La razón, la lógica, una mínima noción de equidad social y el Diccionario de la Real Academia de la Lengua los refutan de media a media. Una “emergencia” es un fenómeno imprevisto, un accidente, una circunstancia azarosa, algo desconocido que emerge en un conjunto de factores conocidos. Así las cosas, ¿cómo puede llamarse de esa sofística manera a una situación que se viene presentando desde hace un siglo sin recurrir al sofisma o a la mala conciencia? Aún hoy el arroyo no les parece prioritario a nuestros gobernantes como para pensar en ello el resto del año. El Transmetro sí, claro, porque halaga el ego y los intereses.

Cada año, cuando llega el invierno, yo escribo esta columna buscando cada vez otras palabras para explicar lo inexplicable, para racionalizar el absurdo. Es durísimo pensar, cada vez que cae un aguacero, en las angustias y vicisitudes que está pasando tanta gente que desconoce la emergencia porque ya vive en ella, y padece la condición de damnificada antes de que un inútil decreto así lo declare. Cada año, cuando llega el invierno, uno mira con dolor que hemos vivido cien años en el mismo arroyo.